Enero -
junio 2022 / Volumen 4 / No. 7 / ISSN: 2708-7107 / ISSN-L: 2708-7107 / pp. 10 -
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www.revistarepe.org
Participación
estudiantil y democracia en las escuelas: ¿existe la voz de los subalternos?
Student
participation and democracy in schools: is there the voice of subordinates?
Ernesto
Ramírez Vicente
ramirez.ernesto18m@yahoo.com.mx
https://orcid.org/0000-0003-1053-8114
Benemérita Universidad Autónoma
de Puebla, Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego”,
Puebla, México
Artículo recibido: 0 de octubre de 2021 / Arbitrado: 0 de noviembre de
2021 / Aceptado 0 de diciembre de 2021 / Publicado en enero 2022
Resumen
Las relaciones sociales en la organización
escolar, más que apuntar hacia la consolidación de la reciprocidad democrática
en su gestión interna, encubren un escenario de simulaciones diversas en el que
perviven y se reproducen mecanismos jerárquicos verticales de autoridad, donde
los alumnos devienen en “subalternos” y tienen márgenes muy estrechos o casi
nulos para la toma de decisiones en su conjunto, ya sea a nivel pedagógico,
curricular, administrativo o burocrático. No obstante, este fenómeno no tiene únicamente
una dirección desde arriba, derivado de tendencias históricas adulto-céntricas,
sino que se retroalimenta y refuerza desde la construcción de una personalidad
particular de un tipo de alumno propio de la modernidad capitalista,globalizante y neoliberal. El perfil de
esta nueva juventud se orienta hacia la pasividad, competitividad,
individualismo y la concepción de la educación como un producto más de consumo.Se proponen algunas
estrategias y claves para transformar algunos hábitos históricos, políticos,
ideológicos y de convivencia en las comunidades escolares.
Palabras clave: Capitalismo;
escuela; juventud; neoliberalismo; política
Abstract
Social relations in the school organization,
rather than aiming towards the consolidation of democratic reciprocity in its
internal management, conceal a scenario of diverse simulations in which
vertical hierarchical mechanisms of authority survive and reproduce, where
students become “subordinates” and they have very narrow or almost zero margins
for decision-making as a whole, whether at the pedagogical, curricular,
administrative or bureaucratic level. However, this phenomenon does not only
have a direction from above, derived from adultcentric
historical trends, but is fed back and reinforced from the construction of a
particular personality of a type of student typical of capitalist, globalizing
and neoliberal modernity. The profile of this new youth is oriented towards
passivity, competitiveness, individualism and the conception of education as
another consumer product. Some strategies and keys are proposed to transform
some historical, political, ideological and coexistence habits in school
communities.
Keywords: Capitalism; school; youth;
neoliberalism; politics
¿Los jóvenes deciden
cuándo estudiar? ¿Dónde estudiar? ¿Qué jornada van a cumplir? ¿Qué asignaturas
van a cursar? ¿Qué conocimientos van a adquirir? ¿De qué forma les van a
enseñar? ¿A qué ritmo tienen que aprender? ¿Qué actividades tienen que hacer?
¿Qué materiales didácticos van a utilizar? ¿Cómo y cuándo van a ser los
exámenes? ¿Cómo les van a evaluar? ¿Cuántas tareas debe hacer en casa?
De los distintos
aspectos de la organización social y material de la escuela, se hará hincapié
en uno en particular: la combinación de los binomios jerarquía- autoridad, por un lado, y democracia-participación, por otro. Aunque sólo sea de manera
intuitiva, se estará probablemente de acuerdo en que si la organización escolar
y las relaciones pedagógicas son esencialmente verticales, jerárquicas y
autoritarias preparan, en lo que les concierne y hasta donde lo permita su
eficacia, para la integración en estructuras económicas sociales y políticas
autoritarias. Este es el umbral desde donde se percibe en la educación una
mayor o menor presencia de una ideología hegemónica.
Por el contrario, una
organización escolar democrática y participativa y una relación pedagógica
activa y dialógica prepararán para la inserción en una sociedad más libre, más
plural y más participativa. Este es el umbral desde donde se percibe una mayor
o menor presencia de subalternidad en la educación.
La cuestión esencial
es: ¿la democracia tiene escuelas democráticas? ¿Para qué prepara la escuela?
¿Para la libertad o para la obediencia? ¿Para la participación o para la
sumisión? ¿Para el ejercicio de los derechos de la persona o para el respeto a
los derechos de la propiedad? ¿Para una cosa, para la otra, o para una cierta
combinación de ambas?
La respuesta es
compleja, pero podemos centrarnos en cuatro aspectos de la experiencia escolar.
Primero, la combinación entre igualdad formal de oportunidades y desigualdad de
resultados. El discurso de la meritocracia oculta los obstáculos a los que se enfrentan
las trayectorias académicas en función de la extracción social de los
educandos. López (2007), expone que:
La
idea de educabilidad desde el punto de vista de la institucionalización busca
identificar cuál es el conjunto de recursos-materiales e inmateriales- que
hacen posible que un niño o adolescente pueda asistir exitosamente a la escuela
y promueve un análisis que permita identificar cuáles son las condiciones
sociales que hacen posible que todos los niños y adolescentes accedan a esos
recursos para poder así recibir una educación de calidad.
Segundo, la engañosa percepción de que se educa para
la convivencia política; Miliband (1969) argumenta que:
En
el caso de la educación, más aún que en el de los medios de información
masivos, es esencial trazar una distinción entre adoctrinamiento político en un
sentido estricto, explícito y partidista y en uno más amplio, general y difuso
de “socialización política”. En relación al primero, puede aceptarse sin
dificultad que las escuelas y maestros, por lo general (aunque no siempre, ni
mucho menos) procuran apartarse de un partidismo declarado y mantienen, en este
sentido, una postura formal de impecable neutralidad política. En cuanto al
segundo, por otra parte, las escuelas tal vez se dediquen o no conscientemente a una
“socialización política”, pero lo cierto es que no
pueden evitar hacerlo, sobre todo de maneras por demás funcionales para el
orden social y político predominante. En otras palabras, las instituciones
educativas, en todos los niveles, por lo general, cumplen un papel conservador
importante y actúan, con mayor o menor eficacia, como agentes legitimadores en
y para sus sociedades.
Tercero, los distintos modos de organización de las
asignaturas del plan de estudios;
El currículo
constituye el eje esencial de la actividad educativa. Incluye el conocimiento
formal y explícito, así como los mensajes más tácitos y
subliminales-transmitidos a través del proceso de actuación e interactuación
dentro de una institución en particular-, que fomentan la inculcación de
ciertos valores, actitudes y disposiciones.
(Kent,
1985)
El currículum vivido o actuante se entiende como una
célula viva de la organización social de la cultura encargada explícitamente de
la recreación generacional del saber y los valores socialmente prevalecientes.
De ahí que un cambio curricular sea esencialmente un proceso de cambio social y
cultural cuyo fundamento es la apropiación de contenidos pedagógicos y
disciplinarios que experimenta e imparte el docente, pero que deben reconstruir
socialmente los alumnos. Ésta propuesta contrasta con
la versión tecnocrática que concibe al currículum como una máquina exenta de
vida y contradicciones propias y no susceptible de ser cambiada. Tanto en su
versión explícita como latente, representa la esencia de la finalidad de la
educación. Suele ser el punto de mira de lo que los maestros y profesores
consideran su preocupación principal, lo que los padres esperan que sus hijos
dominen, y el objetivo en que se centran los miembros de la comunidad y los
políticos, lo que los alumnos deben leer o no leer, ver y escuchar.
Y cuarto y último
aspecto, la combinación entre la llamada gestión democrática de los centros y
la gestión de las rutinas escolares cotidianas. La toma de decisiones en ambos
contextos es una facultad exclusiva de las autoridades políticas, de los directivos
y administrativos, en menor medida de los profesores, pero en ningún caso de
los educandos o aprendices.
El tipo protagónico de
sujetos con los cuales tratan cotidianamente los subsistemas de educación
formal pública y privada, al menos hasta la universidad, son los jóvenes estudiantes. Estos enfrentan
-sistemáticamente en la historia y sin que la sociedad civil todavía lo
considere un problema educativo de primer orden- la problemática de ser
excluidos de los procesos de toma decisiones del “sistema”, ya que son
–implícitamente- considerados como “inmaduros” y poco capaces para incidir
positivamente en alguna de las problemáticas que vive la escuela; o bien,esta situación se puede explicar por la inexistencia
de una planeación directiva o departamental ni de una normatividad específica
que canalice institucionalmente una categoría de esfuerzos verdaderamente
innovadores que conciban la convivencia escolar como un proceso genuinamente
democrático.
Desde lo puramente
formal-institucional y en el discurso de las autoridades educativas,
extrapolable a nivel mundial occidental, es cierto que se puede encontrar una
cierta intencionalidad de consenso respecto
a la importancia de la participación de los niños y jóvenes al interior de las
escuelas secundarias y de bachillerato[1]. Sin embargo, ya en la práctica educativa, dicha
participación se ve relacionada con concepciones discriminativas propias de la
mentalidad adulto-céntrica hacia la
juventud: dan por sentada su inmadurez, no se observa su pluralidad como grupo,
se asume que no cuentan con los conocimientos o habilidades necesarias y
consideran permanentemente sus propuestas como irrealistas o fantasiosas. En un
contexto legislativo constitucional o puramente reglamentario escolar podría
llamar la atención la utilización del término “participación activa”, pues
¿acaso la participación en sí misma no requiere de la actividad de los sujetos?
El hecho de que se use el adjetivo “activo”, da cuenta de que se es consciente
de la existencia de una participación que es “simulada” o “formal”, y que en
realidad no incluye a los estudiantes. ¿Se puede considerar democrática esta
mentalidad del sistema educativo que de antemano y de facto jerarquiza, impone, desprecia, y desde luego, ignora
subrepticiamente las expectativas e identidad, de por sí heterogéneas, de los
jóvenes alumnos como actores de pleno derecho de su propia educación?
En teoría, la
democracia se expresa por medio de críticas continuas e implacables a las
instituciones y es un elemento disociador y anárquico dentro del sistema
político; esencialmente, es una fuerza de disidencia y cambio. Uno puede
reconocer, de la mejor manera, a una sociedad democrática a través de sus
constantes denuncias por no ser lo suficientemente democrática. Se supone,
entonces, que todos los alumnos son iguales ante la escuela. Todos reciben una
primera enseñanza común, todos son evaluados y tratados según unos mismos
criterios y, en consecuencia, todos tienen ante sí las mismas oportunidades,
pues la institución se ofrece incluso a compensar las desigualdades anteriores.
Los alumnos experimentan en ella, por consiguiente, la experiencia de la igualdad
formal, de la realización de los derechos personales. Esta es por así decirlo,
la posición de los alumnos frente a
la escuela, una posición de igualdad.
1 La Convención sobre los
derechos del niño de las Naciones Unidas (1989), en su Art. 12, establece la
obligatoriedad de garantizarles el derecho de ser escuchados y a tener en
cuenta sus opiniones siempre “en función de la edad y la madurez del niño”. La Ley
General de niñas, niños y adolescentes (LGDNNA) para el contexto específico
mexicano, prevé sobre la obligación, en el campo educativo, de presentar y
garantizar los mecanismos para “la expresión y la participación” de los
estudiantes teniéndolos en cuenta para la toma de decisiones al interior de la
escuela. (Art. 57, XV). La misma ley, aprobada por el Congreso para el estado
de Puebla en 2015, ni siquiera alude explícitamente a este problema de la
participación estudiantil.
Pero, una vez dentro
del aula, los alumnos no pueden determinar qué aprender, cómo aprender y a qué
ritmo; no pueden organizar por sí mismos su espacio, ni su tiempo, ni su
actividad, ni la organización de las clases o de la propia escuela. Donde
mañana estarán los derechos de la propiedad está ahora la autoridad magistral,
y los alumnos aprenden a declinar en el ejercicio de sus derechos y a someterse
a una autoridad ajena. Empieza así lo que Enguita
(1992) ha llamado el aprendizaje del
desdoblamiento.
El poder sobre la organización de la actividad
académica cotidiana en las escuelas se reparte, en proporciones diversas, entre
las autoridades de la administración educativa, los fabricantes de materiales
didácticos, los profesores individualmente considerados, las autoridades de
cada centro y de los claustros académicos. Los alumnos no tienen apenas ninguna
capacidad de incidencia reconocida institucionalmente en este terreno. Los
consejos escolares, o sus equivalentes, existen, se reúnen, discuten y toman
decisiones, pero éstas, o bien se refieren a funciones de la escuela
consideradas todavía secundarias, o distintas de la transmisión del saber
académico y su evaluación. O bien son de índole casi enteramente formal o son
muy poco operativas. El mensaje vuelve a ser el mismo: como alumnos podéis
ejercer vuestros derechos. Pero fuera de lo que se refiere a la función de
producción del conocimiento en la escuela y a la función de producción de
convivencia democrática común. Al fin y al cabo, se podría añadir, ¿no es
también esa la situación de sus padres cuando entran en el proceso laboral?
En lo que los alumnos
pueden incidir de alguna manera es en las funciones de la escuela que no
conciernen a su papel productivo,
selectivo, certificativo y asignativo. Esto es, en sus funciones en los
aspectos marginales derivados de su organización compleja. O sea, en casi nada.
El término participación, como tantos
otros que han pasado a formar parte de nuestra cultura política y educacional,
admite toda clase de interpretaciones; y es entonces cuando se pone de
manifiesto que, tras un discurso más o menos común, se oculta una pugna de
intereses y, en definitiva, una lucha por el poder, aunque sea dentro de una
organización tan aparentemente apolítica como la escuela.
Expresiones como Comunidad escolar, agentes del proceso educativo o todos
los sectores implicados, que suelen acompañar al discurso sobre la
participación, tienen su mayor defecto en el mismo punto que su mejor virtud.
Esta consiste en que borran las diferencias de intereses entre los colectivos a
los que engloban para presumir una empresa común que sería la base de una
participación armónica. El defecto es que, al hacerlo, ocultan las fuentes
potenciales de conflicto y sobre todo ignoran las relaciones reales entre
dichos colectivos fuera del imaginario de la participación, en la vida
cotidiana de los centros. Profesores y alumnos no son simplemente dos grupos de
agentes, dos sectores implicados o dos secciones de la comunidad escolar. Son
dos colectivos unidos y separados a la vez por una relación de poder en el
contexto de una institución. Una relación de poder es algo más que una relación
a secas y una institución es algo más que un agregado de individuos o un
espacio social indefinido. En realidad, en la institución escolar hay algo más
que una relación de poder: hay varias, y todas ellas sitúan encima a los
profesores y debajo a los alumnos.
2 En 1921, el escocés A. S. Neill, fundó en las cercanías de
Londres una famosa y pequeña escuela que trató de dar paso a una verdadera
educación humanista, emocional y progresista, en la línea pedagógica de
Pestalozzi, Montessori o Caldwell Cook: la autorregulación de los niños y
jóvenes basada en la búsqueda de su propia libertad y felicidad, donde no
tienen cabida ni el miedo ni las imposiciones propias del sistema tradicional
de enseñanza. Se puede inferir que a pesar de sus 40
años de existencia, su repercusión e importancia cultural fue eficazmente
minimizada y finalmente mutilada por la visión educativa del capitalismo
democrático.
Dijo el fundador de Summerhill2que “una asamblea en una escuela en la que el
joven pueda hablar sin temor vale por mil pláticas sobre ciudadanía”. En el
temor y en el miedo a las represalias no puede germinar la vivencia
democrática. Por esa razón, semestre a semestre, curso a curso, los alumnos van
percatándose de que su participación en los órganos de gestión y decisión es
inocua, y no es tomada verdaderamente en serio por las altas jerarquías de la
institución escolar. La experiencia les enseña que, en este ámbito, son
sistemáticamente considerados como subalternos. De entrada, se encuentran en
minoría en todos los órganos. Incluso si hicieran una alianza con los padres,
lo cual es altamente improbable, seguirían estándolo frente a los profesores.
Además, les faltan las destrezas adecuadas para moverse en el intrincado mundo
de las reuniones formales y de las a menudo deshumanizadas instancias
administrativas y burocráticas.
La primera consecuencia
es que la estructura de delegados estudiantiles, que debe nutrir desde las
relaciones día a día del colectivo estudiantil con los profesores hasta la
participación en los máximos órganos de representación, carece de una base
“convencida”, así como de una vinculación claramente política entre los
delegados de cada grupo. El electorado de los representantes estudiantiles no
cree en la viabilidad de su labor, y con esa falta de convicción es enormemente
complicado transmitir a sus representados una fe en procesos de participación
que ellos no tienen.
Del mismo modo, el papel ejecutivo de los delegados o
subdelegados de un grupo en concreto no pasa de ser una pantomima, una
formalidad que otorga apariencia de democracia a un escenario donde las
decisiones finalmente las toman los profesores que tienen a su “cargo” el
grupo, a la vez amparados tanto en un reglamento escolar prescrito de antemano
como en la autoridad de los directivos.
La participación de los
alumnos en el consejo escolar se ve simplemente como inútil, como un acto
formal consistente en sancionar algo que ya viene decidido, como un ritual en
el que no existe la posibilidad de plantear alternativas. Se ganan derechos otorgados,
pero no se pueden ejercer desde un punto de vista colegiado. Tienen voz, pero
no tienen voto. Una especie de nueva versión del despotismo ilustrado que
rezaba aquello de todo para el pueblo,
pero sin el pueblo. Y con ello se cercena cualquier posibilidad de acción
colectiva reivindicativa que afecta no solo a los alumnos, sino a toda la
estructura de la llamada Comunidad
escolar.
Tönnies (1984)
distingue dos modos de estructuración social atendiendo a la manera de
expresarse, de relacionarse del ser humano: las relaciones comunitarias y las relaciones asociativas.
Las relaciones comunitarias hacen referencia a relaciones estrechas y
comprometidas con los otros (lazos afectivos, familiares, personales) mientras
que las relaciones asociativas están presididas por criterios instrumentales,
racionales, donde los otros son considerados como medios para alcanzar un fin
propuesto. Para Tönnies sin comunidad no hay moralidad, pero sin asociación no
hay progreso. La situación “perfecta” sería aquella, naturalmente, en la que
las dos formas se plasmaran de una manera armónica, aquella en que el comunismo
que empapa toda comunidad humana solidaria y altruista se combinara con el
socialismo, como expresión asociativa de toda colectividad que se organiza
institucionalmente de una manera civilizada y moderna.
La concepción de la
escuela como comunidad hace
referencia a que sus integrantes mantienen unas relaciones estables, comparten
vínculos y finalidades. Sin embargo, ¿dónde está aquí la comunidad, o al menos la democracia?
Las únicas opciones reales que tienen los estudiantes para cambiar o
transformar las condiciones en las que viven en la escuela, pasan, primero, por
una articulación coherente en común de
los objetivos que persiguen, después por una organización comprometida
políticamente y finalmente, por la audacia de sus acciones de resistencia,
características que suelen desvanecerse por la subalternidad política desde las
que se originan de facto: si el
propio sistema no concede las herramientas necesarias para democratizar los
procesos educativos propiamente pedagógicos o académicos, menos lo hará con los
procesos políticos propiamente organizativos de gobierno escolar o extra-académicos que sugieran una dinámica ideológica que
atente contra sus intereses hegemónicos tradicionales. El uso discursivo que se
hace con una preposición u otra cambia totalmente el sentido filosófico y ético
del problema educativo: se educa para la
democracia y no en democracia, para
la libertad pero no en la libertad y para la
justicia pero no en la justicia.
Como
ha expresado Fraser (1996), para un escenario que iría más allá de los muros y
documentos oficiales de las escuelas, desde luego, es injusto que a algunos
individuos y grupos se les deniegue el estatus de miembros de pleno derecho de
la interacción social simplemente como consecuencia de pautas
institucionalizadas de valoración cultural en cuya construcción no han participado
por igual y que desprecian sus características distintivas o las
características distintivas que se les asignan como jóvenes.
La contingencia, no el
determinismo, es lo que subyace a nuestro complejo presente. Sin embargo, esta
contingencia necesaria e impostergable para la emancipación de las clases
subalternas, choca con otro problema profundo, que se asocia directamente con las
tendencias y principios morales de la modernidad capitalista y en concretoneoliberal que implican una diferencia
significativa con los principios y valores que se reivindicaron activamente en
los años 60 y 70 del siglo pasado. Dichas tendencias, por así decirlo, cierran
-aunque sea de forma simbólica y nunca definitiva- el circuito de la dominación
al impregnarse en la atmósfera apolítica de las escuelas, atmósfera que
pretenden imponer de maneras diversas y siempre revestidas de aparente
legitimación y de aparente consenso democrático.
En concreto, se alude
al tipo de alumnos que predomina hoy
en las escuelas producto básicamente de una clase media emergente moldeada por
la ingeniería neoliberal, con sus características propias: frívolos, consumistas, hipersensibles, inmaduros,
consentidos, conformistas en lo común e individualistas, que se deslumbran ante
los placeres de la posmodernidad y de las tecnologías de la información y
comunicación desplegadas por la globalización que todo lo fetichizan,
mercantilizan y cosifican[2]. En un diagnóstico que no pretende ser catastrofista
pero sí preocupante, se trata de perfiles cada vez más autorreferenciales y
alienados en sí mismos, ya que, si se les conmina de una forma u otra a una
actividad comprometida en lo social, en gran número lo hacen porque les compete
en forma individual, rara vez porque en última instancia la conciencia
colectiva no agoniza del todo.
Son jóvenes, por ende,
y en general, poco solidarios y poco participativos, producto también en gran
medida del ámbito familiar del cual provienen, familias más interesadas en la
generación de dinero para mantener un cierto nivel de vida particular que en la
construcción de una sociedad más igualitaria y justa. Hay un claro desajuste
entre lo que necesitan los adolescentes y lo que el sistema educativo les
brinda, situación que se nota mucho más en esta
clase media, atropelladora, totalmente diferente a la clase media que
emergió durante la Guerra Fría.
3 Para algunos autores, como
el profesor de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Madrid, Carlos
Taibo, Facebook es la gigantesca estafa óptica de la ebullición revolucionaria
y la sociedad debe meditar si no somos víctimas ingenuas de muchas tecnologías
aparentemente emancipadoras. O como dice John Zerzan,
estampa del anarco-primitivismo, todas las tecnologías creadas por el
capitalismo llevan la impronta de la jerarquía.
Existe por tanto una
variable explicativa que vincula el nivel socioeconómico y el nivel de
participación social, ya que da la impresión que cuando están cubiertas ciertas
necesidades básicas, no existe el afán unión ni la búsqueda de satisfacción de
necesidades más universales relacionadas con la supuestamente incómoda acción
política común. Es el clásico aburguesamiento de las conciencias de las clases
medias trabajadoras que ya vislumbraron Marx, Lenin y Gramsci, pero que en
tiempos del neoliberalismo parece mucho más reproducido
y lo que es peor, consolidado, porque se impone cotidianamente la presión aspiracional dirigida a la obtención de
la satisfacción material por encima de la búsqueda de la realización espiritual
y sobre todo del deseo de una fraternidad universal[3].
Baste un ejemplo para
el análisis comparativo entre generaciones estudiantiles en cuanto a las
prácticas sociales politizadas: de entre las acciones participativas que
tuvieron presentes los jóvenes estudiantes de los años sesenta y setenta del
siglo pasado en sus relaciones institucionales con las autoridades educativas
-en general- la más sobresaliente y significativa fue la huelga. Hoy en día, esta praxis reivindicativa y política parece
ser considerada más como una práctica trasnochada, desprestigiada y olvidada,
si bien los alumnos reconocen su derecho a ejercerla en ciertas situaciones,
eso sí, muy concretas, como puede ser el cese de un profesor, ciertas demandas
a los directivos o actitudes de repulsa por irregularidades al interior de la
institución.
Hoy, la educación con
la que se encuentran gran parte de los jóvenes del mundo es impuesta por el
modelo educativo de mercado, que ha logrado transformar la mentalidad de
grandes segmentos de estudiantes y por extensión también de los profesores. La
competencia es un principio mercantil que los ha sometido, su asunción tiene
casi un carácter religioso, donde cada individuo lucha por ser el más exitoso
en beneficio personal, pasando por encima de los demás y con frecuencia
abandonando los valores auténticos y desprovisto de manera general de
principios éticos. Se implantan como paradigma y divisas de capacidad de
dominio, la astucia mercantil, la eficiencia técnica, la fidelidad al mercado,
la identidad empresarial. En este mundillo, prevalecen los valores de mercado y
reina la cultura de la frivolidad y la moda que genera el capital des-politizante.
Al mismo tiempo,
debemos reflexionar sobre el impacto de la globalización digital a partir de la
aparición y consolidación de Internet, las redes sociales y sus equivalentes en
la vida cotidiana, en términos del vuelco
cultural que ha significado sobre todo para la mentalidad de los jóvenes
del siglo XXI, pero también para el propio sistema educativo.
Pareciera que hemos
llegado, como anticipó McLuhan en los años setenta, a un momento crucial de
nuestra historia intelectual y cultural, una fase de transición entre dos
formas muy diferentes de pensamiento. Lo que estamos entregando a cambio de las
riquezas de internet es lo que Karp llama “nuestro viejo proceso lineal de
pensamiento”. Calmada, concentrada, sin distracciones, la mente lineal está
siendo desplazada por una nueva clase de mente que quiere y necesita recibir y
diseminar información en estallidos cortos, descoordinados, frecuentemente
solapados cuanto más rápido, mejor- que despiertan una nueva modalidad de
fascinación intelectual. Durante los últimos cinco siglos, desde que la
imprenta de Gutenberg hiciese de la lectura un afán popular, la mente lineal y
literaria ha estado en el centro del arte, la ciencia y la sociedad. Tan dúctil
como sutil, ha sido la mente imaginativa del Renacimiento, la mente racional de
la Ilustración, la mente inventora de la Revolución Industrial, incluso la
mente subversiva de la modernidad. Puede que pronto sea la mente de ayer.
El pensamiento
dominante propaga la idea de que el desarrollo tecnológico equivale al
progreso, entendido como velocidad, aceleración y acomodo rápido a lo “nuevo”.
Conceptos como “propiedad”, “clase social”, “lucha de clases” o “revolución”,
etc., han quedado anticuados, nos dicen. Ya no hay más que un mundo y una
economía mundial. Y, claro, a una economía mundial le corresponde una
conciencia también mundializada, un pensamiento único. Ante el dominio de esta
ideología- que McLuhan denominó “el aula sin muros”- ante la omnipresencia de
este “pensamiento único” como se dice ahora, no deja de ser curioso que quienes
nunca se quejan de la unilateralidad de su educación política sean los primeros
en acusar de unilateralidad a cualquier desafío a esa educación. La educación hoy, -supuestamente democrática- atraviesa hoy
una crisis profunda.
Como señala el historiador francés Duby
(2005)
Una
civilización que, como la nuestra, deja perecer sus órganos de educación está
gravemente enferma. Es evidente que la enfermedad está allí. ¿El enfermo lo
advierte? ¿Tiene la voluntad de curarse? Es preciso que cada uno tome
conciencia de la gravedad de este mal, que cada uno admita que es anormal que
los organismos encargados de transmitir el saber y las reglas de sociabilidad
estén tan abandonados, tan desamparados. No resulta normal que la enseñanza se
haya convertido en uno de los oficios más ingratos, no solo en Francia, sino en
toda la sociedad occidental.
Nuestra sociedad, que
honra la ambición descontrolada, recompensa la codicia, celebra el
materialismo, tolera la corrupción, cultiva la superficialidad, desprecia el
intelecto y adora el poder adquisitivo pretende luego dirigirse a los jóvenes
para convencerlos de la fuerza del conocimiento, de las bondades de la cultura
y de la supremacía del espíritu. Y los jóvenes entran en el juego. Pero
advierten que, si realmente valoráramos a los maestros, les pagaríamos lo que
pagamos a quien repara el televisor, a los corredores de bolsa o por qué no, a
los diputados y senadores. No obstante, lo más preocupante no es eso, que
también.
Lo más preocupante es
que los estudiantes no saben que no saben.
Esta “inconsciencia feliz”, indica que el sistema ni siquiera ha sido capaz de
dar señales sobre la oposición entre verdadero y falso, cultura e incultura,
conocimiento y desconocimiento, apatía y compromiso político. Esta
desinformación va a generar, en una parte de las nuevas generaciones, una
experiencia de fracaso por la contradicción entre altas expectativas y
conocimientos insuficientes. Pero también puede tener repercusiones impensadas en
la sociedad, por la presencia de un conjunto de jóvenes con demandas
incongruentes con sus capacidades.
Roger (2001) se
pregunta por el tipo de individuo que sale de las escuelas, “informado” porque
se le ha dado “forma” y ofrece una serie de características:
1.
Se
trata de un individuo subdesarrollado intelectualmente. Sólo ha desarrollado o
bien la capacidad “científica” o bien la capacidad “filosófica”. Si ha
desarrollado la primera su racionalidad es solo instrumental. En caso de haber
desarrollado la capacidad “filosófica” no tiene suelo sobre el que asentarla y
se dedica a pensar bastante descontextualizado de la realidad. En resumidas
cuentas, se trata de individuos con la mente escindida. Incomunicada. Por lo
tanto, subdesarrollada. En el campo político, nos encontramos con individuos
que aún piensan en términos de derechas o izquierdas; fascistas o comunistas;
rojos o negros, etc. Sin duda alguna una enseñanza que como fundamento coloca
la separación no capacita precisamente para la colaboración y la comprensión
del otro.
2.
Se
enseña al alumno a buscar la eficacia técnica sin reparar en el contexto ni en
los efectos perversos de las acciones. No se accede a la idea siguiente: es
posible que contextualizando las acciones y observando de forma poliscópica el fenómeno se pueda actuar de forma más eficaz
que uni-dimensionalizando acciones y situaciones. Es
el triunfo del pensamiento único.
3.
Uno no
ve nada si no abre los ojos y si con los ojos abiertos no tiene unas
coordenadas intelectuales de referencia que le sitúen en el mundo. La lectura e
interpretación que hace el individuo es diferente partiendo de un modelo
reductor que usando un modelo complejizador.
4.
Luhmann
viene a decir que pensamos con conceptos que no sirven para pensar la sociedad
moderna porque se trata de conceptos pensados y anquilosados en épocas pasadas,
esto es, en épocas de menor complejidad. Hay que repensar el concepto de sujeto, el concepto de acción, el concepto de democracia, etc. En definitiva, debemos
capacitarnos para negociarcon la complejidad de lo
real. Si no creamos nuevos conceptos no podemos pensar la actual realidad
socio-política.
Si repensamos el
diagnóstico de Crouch (2004) respecto a la condición
en la que se encuentran las democracias, se concluye que urge, necesariamente,
un nuevo contrato social. Nuestra época, como antaño, es una muestra del cómo la voz de los sin voz se intenta
silenciar, se intenta excluir de las páginas de la historia. La llamada Globalización es, sin lugar a dudas, el
peligro más eminente porque trata de arrollar al hombre mismo e intenta
convertirlo en una tuerca en y de su
pomposo engranaje. Pero asimismo, es quizá un momento
histórico propicio para escuchar los ecos
de los sin voz, de los excluidos de la historia presente, pero sobre todo,
del pasado. En esa dirección, esta época de modernidad profundizada a partir de
engañosos disfraces democráticos, es una oportunidad para reconocer las voces
de los sin voz, es decir, de aquellos
hombres y mujeres que de una u otra forma emprendieron la difícil tarea de
transformar el mundo, de cambiar el estado de cosas, pero que ciertos elementos
de la dominación pretenden que enterremos para siempre en el lodo del fin de la historia.
En el aula se tendrían
que generar las relaciones y el tipo de sociedad que desearíamos para la
sociedad del futuro. Pero la democracia no puede, ni debe ser una entelequia
para camuflar la ideología, sino una práctica diaria en la familia, en la
escuela y en todas las instituciones que conforman la estructura de la
sociedad, porque no basta la consolidación de la democracia en la escuela para
asegurar la de la sociedad del futuro. No podrá darse una sociedad democrática
sin la solución paralela de muchos problemas sociales y políticos que hoy, de
momento, hacen imposible la democracia participativa, tanto en la escuela como
fuera de ella. Porque vivimos en el mundo al revés, en el mundo en el que la
sociedad produce una educación ineficiente, no significativa e inequitativa, en
el mundo en el que la educación produce una sociedad improductiva, injusta y
excluyente. Por eso estamos en el mundo del miedo: el miedo a pensar, el miedo
a perder el trabajo y el miedo a no encontrar nunca trabajo. Se necesita con urgencia
argumentar por qué es imposible construir una verdadera democracia escolar
desde el viejo paradigma de la escuela jerárquica tradicional. Básicamente la
cuestión es que el modelo está plagado de contradicciones entre lo que se
adjetiva como democracia escolar y lo
que realmente sucede en las escuelas:
a.
La
escuela es una institución de reclutamiento forzoso que pretende educar para la
libertad.
b.
La
escuela es una institución jerárquica que dice educar en y para la democracia.
c.
La
escuela es una institución que dice educar para los valores democráticos y para
la vida, pero maneja herramientas simbólicas de poder e intimidación.
d.
La
escuela es una institución epistemológicamente jerárquica que dice educar la
creatividad, el espíritu crítico y el pensamiento divergente.
e.
La
escuela es una institución sexista y racista que dice educar para la igualdad
entre los sexos y las razas.
f.
La
escuela es una institución supuestamente igualadora que mantiene mecanismos que
favorecen el elitismo.
g.
La
escuela es una institución cargada de imposiciones que dice educar para la
participación.
h.
La
escuela es una institución acrítica que pretende educar para la democracia
crítica.
i.
La
escuela es una institución aparentemente neutral que esconde una profunda
disputa ideológica.
A tenor de esto, cabe
preguntarse de nuevo, seriamente, si es factible construir una escuela
verdaderamente democrática. Sin ninguna duda: sí, se puede. Pero, se trata de
un desafío que debe encararse en muchos frentes: el institucional, el docente y
el familiar. Algunas de las características fundamentales que este tipo de educación que anhelamos ha de
tener son:
•
Una
reconstrucción del currículum en torno a valores democráticos, desde el punto
de vista de la moral democrática.
•
Una
práctica dialógica y deliberativa de la evaluación.
•
Una
organización auténticamente democrática de la escuela.
• Una
formación basada en valores
(libertad,
igualdad, justicia, solidaridad, tolerancia, diálogo, honestidad, civismo) que
son actuantes o vividos y no solo enunciados.
•
Una
formación cívica que priorice el
principio de la ciudadanía por encima de la empleabilidad en términos de
mercado.
•
Una
educación laica, abierta al debate, sin violentar la conciencia de los alumnos.
Para alcanzar esos
objetivos resulta indispensable llevar a cabo una serie de estrategias
institucionales encaminadas a cambiar la escuela:
•
Crear
entornos de ambientación para implicar a todos en la vida democrática de la
escuela. Posibilitar la toma de decisiones de todos los participantes del
centro.
•
Aumentar
la participación de padres y profesores en las decisiones colectivas.
•
Actuar
con autonomía de los centros de poder (pero no en el sentido neoliberal).
•
Conformar
grupos de clase como comunidades democráticas de investigación, reflexión y de
trabajo cooperativo.
•
Los
educandos deben participar, activamente, en el ejercicio de la democracia
directa, elaborando, evaluando y reformulando el Proyecto educativo que tenga cada escuela.
•
Desarrollar
una pedagogía de la ética, una pedagogía de la democracia fuerte.
•
Reconstruir
las relaciones de la escuela con la comunidad “extramuros”.
•
Reforzar
la formación inicial de los profesores.
La educación, en
sentido amplio, es solo un aspecto más de la compleja dinámica cultural,
económica y política de las sociedades. Y debe ser coherente, en la medida de
lo posible, con la construcción de un mundo más horizontal, justo, liberador,
tolerante, comprensivo, ecológico y armónico con los principios más dignos que
la humanidad posee como especie supuestamente moral y civilizatoria que es. En
este proceso, por lo tanto, están implicados todos los demás aspectos que
configuran las relaciones contingentes e históricas de los seres humanos con el
entorno cultural y natural tanto en la proximidad como en la lejanía, esto es:
los actores que interactúan en el poder político, en la concepción de las
finanzas y del tejido económico común, en la administración e impartición de
justicia y en las creencias culturales propias de las familias y los diversos
grupos humanos.Nos encontramos ante una gran tarea
educativa: el enorme reto de enseñar a pensar, de desarrollar el pensamiento
crítico y de cultivar la verdadera libertad intelectual, condiciones necesarias
para que la libertad de expresión tenga sentido y aporte las herramientas y
elementos mínimos para ayudar a construir colectivamente la transformación
social. Y esto incumbe a directivos, profesores, padres de familia y medios de
comunicación. Mientras alguno de estos actores -o todos ellos- se desentiendan
de su responsabilidad o sean cómplices directos o indirectos de una hegemonía
ideológica dominante que reproduce y perpetúa las condiciones de subalternidad
no solo estudiantil, sino también de los expertos en educación, los
administradores de las políticas públicas, los directivos de los centros
escolares, los padres de familia y todos los implicados de una manera u otra en
el sistema educativo- como los medios de comunicación y las redes sociales-
entendido este como parte de la superestructura cultural, no se podrá hablar
con propiedad de una comunidad educativa coherente
con una naturaleza verdaderamente democrática de la vida social.Según Arteta (2009):
Hay
que repetir que la democracia, más que un régimen determinado, es ante todo un ideal político. Ninguna democracia
establecida coincide con lademocracia,
es decir, con lo que demanda el proyecto democrático en materia de igualdad, de
libertad, de transparencia, de participación cívica, de tolerancia, por ello no
debemos pensar en la conquista de absolutos sino en una aproximación cabal y
humanista hacia los mismos.
Arteta, A. (2009). “Tópicos fatales. O las peligrosas
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ediciones Endymion, 3-8
[1] La Convención
sobre los derechos del niño
de las Naciones Unidas (1989), en su Art. 12, establece la
obligatoriedad de garantizarles el derecho de ser escuchados y a tener en
cuenta sus opiniones siempre “en función de la edad y la madurez del niño”. La Ley General de niñas, niños y adolescentes (LGDNNA)
para el contexto específico mexicano, prevé sobre la obligación, en el campo
educativo, de presentar y garantizar los mecanismos para “la expresión y la
participación” de
[2] Para
algunos autores, como el profesor de
Ciencia
Política de la Universidad Autónoma de Madrid, Carlos Taibo, Facebook es la gigantesca estafa óptica
de la ebullición revolucionaria y la sociedad debe meditar si no somos víctimas
ingenuas de muchas tecnologías aparentemente emancipadoras. O como dice John
Zerzan, estampa del anarco-primitivismo, todas las tecnologías creadas por el
capitalismo llevan la impronta de la jerarquía.
[3] Analizando el mundo subterráneo de la
racionalidad burguesa que afecta a la educación y a los valores sistémicos,
Marx y Engels, escribieron: “Dondequiera que ha conquistado el poder, la
burguesía… ha ahogado el sagrado éxtasis del fervor religioso, el entusiasmo
caballeresco y el sentimentalismo del pequeño burgués en las aguas heladas del
cálculo egoísta. Ha hecho de la dignidad personal un simple valor de cambio”.