Enero - junio 2022 / Volumen 4 / No. 7 / ISSN: 2708-7107 / ISSN-L: 2708-7107 / pp. 10 - 22

www.revistarepe.org


Participación estudiantil y democracia en las escuelas: ¿existe la voz de los subalternos?

Student participation and democracy in schools: is there the voice of subordinates?

 

Ernesto Ramírez Vicente

ramirez.ernesto18m@yahoo.com.mx

 https://orcid.org/0000-0003-1053-8114

Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego”, Puebla, México

 

Artículo recibido: 0 de octubre de 2021 / Arbitrado: 0 de noviembre de 2021 / Aceptado 0 de diciembre de 2021  / Publicado en enero 2022

 

Resumen

Las relaciones sociales en la organización escolar, más que apuntar hacia la consolidación de la reciprocidad democrática en su gestión interna, encubren un escenario de simulaciones diversas en el que perviven y se reproducen mecanismos jerárquicos verticales de autoridad, donde los alumnos devienen en “subalternos” y tienen márgenes muy estrechos o casi nulos para la toma de decisiones en su conjunto, ya sea a nivel pedagógico, curricular, administrativo o burocrático. No obstante, este fenómeno no tiene únicamente una dirección desde arriba, derivado de tendencias históricas adulto-céntricas, sino que se retroalimenta y refuerza desde la construcción de una personalidad particular de un tipo de alumno propio de la modernidad capitalista,globalizante y neoliberal. El perfil de esta nueva juventud se orienta hacia la pasividad, competitividad, individualismo y la concepción de la educación como un producto más de consumo.Se proponen algunas estrategias y claves para transformar algunos hábitos históricos, políticos, ideológicos y de convivencia en las comunidades escolares.

Palabras clave: Capitalismo; escuela; juventud; neoliberalismo; política

Abstract

Social relations in the school organization, rather than aiming towards the consolidation of democratic reciprocity in its internal management, conceal a scenario of diverse simulations in which vertical hierarchical mechanisms of authority survive and reproduce, where students become “subordinates” and they have very narrow or almost zero margins for decision-making as a whole, whether at the pedagogical, curricular, administrative or bureaucratic level. However, this phenomenon does not only have a direction from above, derived from adultcentric historical trends, but is fed back and reinforced from the construction of a particular personality of a type of student typical of capitalist, globalizing and neoliberal modernity. The profile of this new youth is oriented towards passivity, competitiveness, individualism and the conception of education as another consumer product. Some strategies and keys are proposed to transform some historical, political, ideological and coexistence habits in school communities.

Keywords: Capitalism; school; youth; neoliberalism; politics

 

 

INTRODUCCIÓN

¿Los jóvenes deciden cuándo estudiar? ¿Dónde estudiar? ¿Qué jornada van a cumplir? ¿Qué asignaturas van a cursar? ¿Qué conocimientos van a adquirir? ¿De qué forma les van a enseñar? ¿A qué ritmo tienen que aprender? ¿Qué actividades tienen que hacer? ¿Qué materiales didácticos van a utilizar? ¿Cómo y cuándo van a ser los exámenes? ¿Cómo les van a evaluar? ¿Cuántas tareas debe hacer en casa?

De los distintos aspectos de la organización social y material de la escuela, se hará hincapié en uno en particular: la combinación de los binomios jerarquía- autoridad, por un lado, y democracia-participación, por otro. Aunque sólo sea de manera intuitiva, se estará probablemente de acuerdo en que si la organización escolar y las relaciones pedagógicas son esencialmente verticales, jerárquicas y autoritarias preparan, en lo que les concierne y hasta donde lo permita su eficacia, para la integración en estructuras económicas sociales y políticas autoritarias. Este es el umbral desde donde se percibe en la educación una mayor o menor presencia de una ideología hegemónica.

Por el contrario, una organización escolar democrática y participativa y una relación pedagógica activa y dialógica prepararán para la inserción en una sociedad más libre, más plural y más participativa. Este es el umbral desde donde se percibe una mayor o menor presencia de subalternidad en la educación.

La cuestión esencial es: ¿la democracia tiene escuelas democráticas? ¿Para qué prepara la escuela? ¿Para la libertad o para la obediencia? ¿Para la participación o para la sumisión? ¿Para el ejercicio de los derechos de la persona o para el respeto a los derechos de la propiedad? ¿Para una cosa, para la otra, o para una cierta combinación de ambas?

La respuesta es compleja, pero podemos centrarnos en cuatro aspectos de la experiencia escolar. Primero, la combinación entre igualdad formal de oportunidades y desigualdad de resultados. El discurso de la meritocracia oculta los obstáculos a los que se enfrentan las trayectorias académicas en función de la extracción social de los educandos. López (2007), expone que:

La idea de educabilidad desde el punto de vista de la institucionalización busca identificar cuál es el conjunto de recursos-materiales e inmateriales- que hacen posible que un niño o adolescente pueda asistir exitosamente a la escuela y promueve un análisis que permita identificar cuáles son las condiciones sociales que hacen posible que todos los niños y adolescentes accedan a esos recursos para poder así recibir una educación de calidad.

Segundo, la engañosa percepción de que se educa para la convivencia política; Miliband (1969) argumenta que:

En el caso de la educación, más aún que en el de los medios de información masivos, es esencial trazar una distinción entre adoctrinamiento político en un sentido estricto, explícito y partidista y en uno más amplio, general y difuso de “socialización política”. En relación al primero, puede aceptarse sin dificultad que las escuelas y maestros, por lo general (aunque no siempre, ni mucho menos) procuran apartarse de un partidismo declarado y mantienen, en este sentido, una postura formal de impecable neutralidad política. En cuanto al segundo, por otra parte, las escuelas tal vez se dediquen o no conscientemente a una

“socialización política”, pero lo cierto es que no pueden evitar hacerlo, sobre todo de maneras por demás funcionales para el orden social y político predominante. En otras palabras, las instituciones educativas, en todos los niveles, por lo general, cumplen un papel conservador importante y actúan, con mayor o menor eficacia, como agentes legitimadores en y para sus sociedades.

Tercero, los distintos modos de organización de las asignaturas del plan de estudios;

El currículo constituye el eje esencial de la actividad educativa. Incluye el conocimiento formal y explícito, así como los mensajes más tácitos y subliminales-transmitidos a través del proceso de actuación e interactuación dentro de una institución en particular-, que fomentan la inculcación de ciertos valores, actitudes y disposiciones.

(Kent, 1985)

El currículum vivido o actuante se entiende como una célula viva de la organización social de la cultura encargada explícitamente de la recreación generacional del saber y los valores socialmente prevalecientes. De ahí que un cambio curricular sea esencialmente un proceso de cambio social y cultural cuyo fundamento es la apropiación de contenidos pedagógicos y disciplinarios que experimenta e imparte el docente, pero que deben reconstruir socialmente los alumnos. Ésta propuesta contrasta con la versión tecnocrática que concibe al currículum como una máquina exenta de vida y contradicciones propias y no susceptible de ser cambiada. Tanto en su versión explícita como latente, representa la esencia de la finalidad de la educación. Suele ser el punto de mira de lo que los maestros y profesores consideran su preocupación principal, lo que los padres esperan que sus hijos dominen, y el objetivo en que se centran los miembros de la comunidad y los políticos, lo que los alumnos deben leer o no leer, ver y escuchar.

Y cuarto y último aspecto, la combinación entre la llamada gestión democrática de los centros y la gestión de las rutinas escolares cotidianas. La toma de decisiones en ambos contextos es una facultad exclusiva de las autoridades políticas, de los directivos y administrativos, en menor medida de los profesores, pero en ningún caso de los educandos o aprendices.

La hegemonía del adulto

El tipo protagónico de sujetos con los cuales tratan cotidianamente los subsistemas de educación formal pública y privada, al menos hasta la universidad, son los jóvenes estudiantes. Estos enfrentan -sistemáticamente en la historia y sin que la sociedad civil todavía lo considere un problema educativo de primer orden- la problemática de ser excluidos de los procesos de toma decisiones del “sistema”, ya que son –implícitamente- considerados como “inmaduros” y poco capaces para incidir positivamente en alguna de las problemáticas que vive la escuela; o bien,esta situación se puede explicar por la inexistencia de una planeación directiva o departamental ni de una normatividad específica que canalice institucionalmente una categoría de esfuerzos verdaderamente innovadores que conciban la convivencia escolar como un proceso genuinamente democrático.

Desde lo puramente formal-institucional y en el discurso de las autoridades educativas, extrapolable a nivel mundial occidental, es cierto que se puede encontrar una cierta intencionalidad de consenso respecto a la importancia de la participación de los niños y jóvenes al interior de las escuelas secundarias y de bachillerato[1]. Sin embargo, ya en la práctica educativa, dicha participación se ve relacionada con concepciones discriminativas propias de la mentalidad adulto-céntrica hacia la juventud: dan por sentada su inmadurez, no se observa su pluralidad como grupo, se asume que no cuentan con los conocimientos o habilidades necesarias y consideran permanentemente sus propuestas como irrealistas o fantasiosas. En un contexto legislativo constitucional o puramente reglamentario escolar podría llamar la atención la utilización del término “participación activa”, pues ¿acaso la participación en sí misma no requiere de la actividad de los sujetos? El hecho de que se use el adjetivo “activo”, da cuenta de que se es consciente de la existencia de una participación que es “simulada” o “formal”, y que en realidad no incluye a los estudiantes. ¿Se puede considerar democrática esta mentalidad del sistema educativo que de antemano y de facto jerarquiza, impone, desprecia, y desde luego, ignora subrepticiamente las expectativas e identidad, de por sí heterogéneas, de los jóvenes alumnos como actores de pleno derecho de su propia educación?

En teoría, la democracia se expresa por medio de críticas continuas e implacables a las instituciones y es un elemento disociador y anárquico dentro del sistema político; esencialmente, es una fuerza de disidencia y cambio. Uno puede reconocer, de la mejor manera, a una sociedad democrática a través de sus constantes denuncias por no ser lo suficientemente democrática. Se supone, entonces, que todos los alumnos son iguales ante la escuela. Todos reciben una primera enseñanza común, todos son evaluados y tratados según unos mismos criterios y, en consecuencia, todos tienen ante sí las mismas oportunidades, pues la institución se ofrece incluso a compensar las desigualdades anteriores. Los alumnos experimentan en ella, por consiguiente, la experiencia de la igualdad formal, de la realización de los derechos personales. Esta es por así decirlo, la posición de los alumnos frente a la escuela, una posición de igualdad.

1 La Convención sobre los derechos del niño de las Naciones Unidas (1989), en su Art. 12, establece la obligatoriedad de garantizarles el derecho de ser escuchados y a tener en cuenta sus opiniones siempre “en función de la edad y la madurez del niño”. La Ley General de niñas, niños y adolescentes (LGDNNA) para el contexto específico mexicano, prevé sobre la obligación, en el campo educativo, de presentar y garantizar los mecanismos para “la expresión y la participación” de los estudiantes teniéndolos en cuenta para la toma de decisiones al interior de la escuela. (Art. 57, XV). La misma ley, aprobada por el Congreso para el estado de Puebla en 2015, ni siquiera alude explícitamente a este problema de la participación estudiantil.

 

Pero, una vez dentro del aula, los alumnos no pueden determinar qué aprender, cómo aprender y a qué ritmo; no pueden organizar por sí mismos su espacio, ni su tiempo, ni su actividad, ni la organización de las clases o de la propia escuela. Donde mañana estarán los derechos de la propiedad está ahora la autoridad magistral, y los alumnos aprenden a declinar en el ejercicio de sus derechos y a someterse a una autoridad ajena. Empieza así lo que Enguita (1992) ha llamado el aprendizaje del desdoblamiento.

El poder sobre la organización de la actividad académica cotidiana en las escuelas se reparte, en proporciones diversas, entre las autoridades de la administración educativa, los fabricantes de materiales didácticos, los profesores individualmente considerados, las autoridades de cada centro y de los claustros académicos. Los alumnos no tienen apenas ninguna capacidad de incidencia reconocida institucionalmente en este terreno. Los consejos escolares, o sus equivalentes, existen, se reúnen, discuten y toman decisiones, pero éstas, o bien se refieren a funciones de la escuela consideradas todavía secundarias, o distintas de la transmisión del saber académico y su evaluación. O bien son de índole casi enteramente formal o son muy poco operativas. El mensaje vuelve a ser el mismo: como alumnos podéis ejercer vuestros derechos. Pero fuera de lo que se refiere a la función de producción del conocimiento en la escuela y a la función de producción de convivencia democrática común. Al fin y al cabo, se podría añadir, ¿no es también esa la situación de sus padres cuando entran en el proceso laboral?

En lo que los alumnos pueden incidir de alguna manera es en las funciones de la escuela que no conciernen a su papel productivo, selectivo, certificativo y asignativo. Esto es, en sus funciones en los aspectos marginales derivados de su organización compleja. O sea, en casi nada. El término participación, como tantos otros que han pasado a formar parte de nuestra cultura política y educacional, admite toda clase de interpretaciones; y es entonces cuando se pone de manifiesto que, tras un discurso más o menos común, se oculta una pugna de intereses y, en definitiva, una lucha por el poder, aunque sea dentro de una organización tan aparentemente apolítica como la escuela.

Expresiones como Comunidad escolar, agentes del proceso educativo o todos los sectores implicados, que suelen acompañar al discurso sobre la participación, tienen su mayor defecto en el mismo punto que su mejor virtud. Esta consiste en que borran las diferencias de intereses entre los colectivos a los que engloban para presumir una empresa común que sería la base de una participación armónica. El defecto es que, al hacerlo, ocultan las fuentes potenciales de conflicto y sobre todo ignoran las relaciones reales entre dichos colectivos fuera del imaginario de la participación, en la vida cotidiana de los centros. Profesores y alumnos no son simplemente dos grupos de agentes, dos sectores implicados o dos secciones de la comunidad escolar. Son dos colectivos unidos y separados a la vez por una relación de poder en el contexto de una institución. Una relación de poder es algo más que una relación a secas y una institución es algo más que un agregado de individuos o un espacio social indefinido. En realidad, en la institución escolar hay algo más que una relación de poder: hay varias, y todas ellas sitúan encima a los profesores y debajo a los alumnos.

2 En 1921, el escocés A. S. Neill, fundó en las cercanías de Londres una famosa y pequeña escuela que trató de dar paso a una verdadera educación humanista, emocional y progresista, en la línea pedagógica de Pestalozzi, Montessori o Caldwell Cook: la autorregulación de los niños y jóvenes basada en la búsqueda de su propia libertad y felicidad, donde no tienen cabida ni el miedo ni las imposiciones propias del sistema tradicional de enseñanza. Se puede inferir que a pesar de sus 40 años de existencia, su repercusión e importancia cultural fue eficazmente minimizada y finalmente mutilada por la visión educativa del capitalismo democrático.

 

Dijo el fundador de Summerhill2que “una asamblea en una escuela en la que el joven pueda hablar sin temor vale por mil pláticas sobre ciudadanía”. En el temor y en el miedo a las represalias no puede germinar la vivencia democrática. Por esa razón, semestre a semestre, curso a curso, los alumnos van percatándose de que su participación en los órganos de gestión y decisión es inocua, y no es tomada verdaderamente en serio por las altas jerarquías de la institución escolar. La experiencia les enseña que, en este ámbito, son sistemáticamente considerados como subalternos. De entrada, se encuentran en minoría en todos los órganos. Incluso si hicieran una alianza con los padres, lo cual es altamente improbable, seguirían estándolo frente a los profesores. Además, les faltan las destrezas adecuadas para moverse en el intrincado mundo de las reuniones formales y de las a menudo deshumanizadas instancias administrativas y burocráticas.

La primera consecuencia es que la estructura de delegados estudiantiles, que debe nutrir desde las relaciones día a día del colectivo estudiantil con los profesores hasta la participación en los máximos órganos de representación, carece de una base “convencida”, así como de una vinculación claramente política entre los delegados de cada grupo. El electorado de los representantes estudiantiles no cree en la viabilidad de su labor, y con esa falta de convicción es enormemente complicado transmitir a sus representados una fe en procesos de participación que ellos no tienen.

Del mismo modo, el papel ejecutivo de los delegados o subdelegados de un grupo en concreto no pasa de ser una pantomima, una formalidad que otorga apariencia de democracia a un escenario donde las decisiones finalmente las toman los profesores que tienen a su “cargo” el grupo, a la vez amparados tanto en un reglamento escolar prescrito de antemano como en la autoridad de los directivos.

La participación de los alumnos en el consejo escolar se ve simplemente como inútil, como un acto formal consistente en sancionar algo que ya viene decidido, como un ritual en el que no existe la posibilidad de plantear alternativas. Se ganan derechos otorgados, pero no se pueden ejercer desde un punto de vista colegiado. Tienen voz, pero no tienen voto. Una especie de nueva versión del despotismo ilustrado que rezaba aquello de todo para el pueblo, pero sin el pueblo. Y con ello se cercena cualquier posibilidad de acción colectiva reivindicativa que afecta no solo a los alumnos, sino a toda la estructura de la llamada Comunidad escolar.

Tönnies (1984) distingue dos modos de estructuración social atendiendo a la manera de expresarse, de relacionarse del ser humano: las relaciones comunitarias y las relaciones asociativas. Las relaciones comunitarias hacen referencia a relaciones estrechas y comprometidas con los otros (lazos afectivos, familiares, personales) mientras que las relaciones asociativas están presididas por criterios instrumentales, racionales, donde los otros son considerados como medios para alcanzar un fin propuesto. Para Tönnies sin comunidad no hay moralidad, pero sin asociación no hay progreso. La situación “perfecta” sería aquella, naturalmente, en la que las dos formas se plasmaran de una manera armónica, aquella en que el comunismo que empapa toda comunidad humana solidaria y altruista se combinara con el socialismo, como expresión asociativa de toda colectividad que se organiza institucionalmente de una manera civilizada y moderna.

La concepción de la escuela como comunidad hace referencia a que sus integrantes mantienen unas relaciones estables, comparten vínculos y finalidades. Sin embargo, ¿dónde está aquí la comunidad, o al menos la democracia? Las únicas opciones reales que tienen los estudiantes para cambiar o transformar las condiciones en las que viven en la escuela, pasan, primero, por una articulación coherente en común de los objetivos que persiguen, después por una organización comprometida políticamente y finalmente, por la audacia de sus acciones de resistencia, características que suelen desvanecerse por la subalternidad política desde las que se originan de facto: si el propio sistema no concede las herramientas necesarias para democratizar los procesos educativos propiamente pedagógicos o académicos, menos lo hará con los procesos políticos propiamente organizativos de gobierno escolar o extra-académicos que sugieran una dinámica ideológica que atente contra sus intereses hegemónicos tradicionales. El uso discursivo que se hace con una preposición u otra cambia totalmente el sentido filosófico y ético del problema educativo: se educa para la democracia y no en democracia, para la libertad pero no en la libertad y para la justicia pero no en la justicia.

Como ha expresado Fraser (1996), para un escenario que iría más allá de los muros y documentos oficiales de las escuelas, desde luego, es injusto que a algunos individuos y grupos se les deniegue el estatus de miembros de pleno derecho de la interacción social simplemente como consecuencia de pautas institucionalizadas de valoración cultural en cuya construcción no han participado por igual y que desprecian sus características distintivas o las características distintivas que se les asignan como jóvenes.

Alumnos del siglo XXI

La contingencia, no el determinismo, es lo que subyace a nuestro complejo presente. Sin embargo, esta contingencia necesaria e impostergable para la emancipación de las clases subalternas, choca con otro problema profundo, que se asocia directamente con las tendencias y principios morales de la modernidad capitalista y en concretoneoliberal que implican una diferencia significativa con los principios y valores que se reivindicaron activamente en los años 60 y 70 del siglo pasado. Dichas tendencias, por así decirlo, cierran -aunque sea de forma simbólica y nunca definitiva- el circuito de la dominación al impregnarse en la atmósfera apolítica de las escuelas, atmósfera que pretenden imponer de maneras diversas y siempre revestidas de aparente legitimación y de aparente consenso democrático.

En concreto, se alude al tipo de alumnos que predomina hoy en las escuelas producto básicamente de una clase media emergente moldeada por la ingeniería neoliberal, con sus características propias: frívolos, consumistas, hipersensibles, inmaduros, consentidos, conformistas en lo común e individualistas, que se deslumbran ante los placeres de la posmodernidad y de las tecnologías de la información y comunicación desplegadas por la globalización que todo lo fetichizan, mercantilizan y cosifican[2]. En un diagnóstico que no pretende ser catastrofista pero sí preocupante, se trata de perfiles cada vez más autorreferenciales y alienados en sí mismos, ya que, si se les conmina de una forma u otra a una actividad comprometida en lo social, en gran número lo hacen porque les compete en forma individual, rara vez porque en última instancia la conciencia colectiva no agoniza del todo.

Son jóvenes, por ende, y en general, poco solidarios y poco participativos, producto también en gran medida del ámbito familiar del cual provienen, familias más interesadas en la generación de dinero para mantener un cierto nivel de vida particular que en la construcción de una sociedad más igualitaria y justa. Hay un claro desajuste entre lo que necesitan los adolescentes y lo que el sistema educativo les brinda, situación que se nota mucho más en esta clase media, atropelladora, totalmente diferente a la clase media que emergió durante la Guerra Fría.

3 Para algunos autores, como el profesor de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Madrid, Carlos Taibo, Facebook es la gigantesca estafa óptica de la ebullición revolucionaria y la sociedad debe meditar si no somos víctimas ingenuas de muchas tecnologías aparentemente emancipadoras. O como dice John Zerzan, estampa del anarco-primitivismo, todas las tecnologías creadas por el capitalismo llevan la impronta de la jerarquía.

Existe por tanto una variable explicativa que vincula el nivel socioeconómico y el nivel de participación social, ya que da la impresión que cuando están cubiertas ciertas necesidades básicas, no existe el afán unión ni la búsqueda de satisfacción de necesidades más universales relacionadas con la supuestamente incómoda acción política común. Es el clásico aburguesamiento de las conciencias de las clases medias trabajadoras que ya vislumbraron Marx, Lenin y Gramsci, pero que en tiempos del neoliberalismo parece mucho más reproducido y lo que es peor, consolidado, porque se impone cotidianamente la presión aspiracional dirigida a la obtención de la satisfacción material por encima de la búsqueda de la realización espiritual y sobre todo del deseo de una fraternidad universal[3].

Baste un ejemplo para el análisis comparativo entre generaciones estudiantiles en cuanto a las prácticas sociales politizadas: de entre las acciones participativas que tuvieron presentes los jóvenes estudiantes de los años sesenta y setenta del siglo pasado en sus relaciones institucionales con las autoridades educativas -en general- la más sobresaliente y significativa fue la huelga. Hoy en día, esta praxis reivindicativa y política parece ser considerada más como una práctica trasnochada, desprestigiada y olvidada, si bien los alumnos reconocen su derecho a ejercerla en ciertas situaciones, eso sí, muy concretas, como puede ser el cese de un profesor, ciertas demandas a los directivos o actitudes de repulsa por irregularidades al interior de la institución.

Hoy, la educación con la que se encuentran gran parte de los jóvenes del mundo es impuesta por el modelo educativo de mercado, que ha logrado transformar la mentalidad de grandes segmentos de estudiantes y por extensión también de los profesores. La competencia es un principio mercantil que los ha sometido, su asunción tiene casi un carácter religioso, donde cada individuo lucha por ser el más exitoso en beneficio personal, pasando por encima de los demás y con frecuencia abandonando los valores auténticos y desprovisto de manera general de principios éticos. Se implantan como paradigma y divisas de capacidad de dominio, la astucia mercantil, la eficiencia técnica, la fidelidad al mercado, la identidad empresarial. En este mundillo, prevalecen los valores de mercado y reina la cultura de la frivolidad y la moda que genera el capital des-politizante.

Al mismo tiempo, debemos reflexionar sobre el impacto de la globalización digital a partir de la aparición y consolidación de Internet, las redes sociales y sus equivalentes en la vida cotidiana, en términos del vuelco cultural que ha significado sobre todo para la mentalidad de los jóvenes del siglo XXI, pero también para el propio sistema educativo.

Pareciera que hemos llegado, como anticipó McLuhan en los años setenta, a un momento crucial de nuestra historia intelectual y cultural, una fase de transición entre dos formas muy diferentes de pensamiento. Lo que estamos entregando a cambio de las riquezas de internet es lo que Karp llama “nuestro viejo proceso lineal de pensamiento”. Calmada, concentrada, sin distracciones, la mente lineal está siendo desplazada por una nueva clase de mente que quiere y necesita recibir y diseminar información en estallidos cortos, descoordinados, frecuentemente solapados cuanto más rápido, mejor- que despiertan una nueva modalidad de fascinación intelectual. Durante los últimos cinco siglos, desde que la imprenta de Gutenberg hiciese de la lectura un afán popular, la mente lineal y literaria ha estado en el centro del arte, la ciencia y la sociedad. Tan dúctil como sutil, ha sido la mente imaginativa del Renacimiento, la mente racional de la Ilustración, la mente inventora de la Revolución Industrial, incluso la mente subversiva de la modernidad. Puede que pronto sea la mente de ayer.

El pensamiento dominante propaga la idea de que el desarrollo tecnológico equivale al progreso, entendido como velocidad, aceleración y acomodo rápido a lo “nuevo”. Conceptos como “propiedad”, “clase social”, “lucha de clases” o “revolución”, etc., han quedado anticuados, nos dicen. Ya no hay más que un mundo y una economía mundial. Y, claro, a una economía mundial le corresponde una conciencia también mundializada, un pensamiento único. Ante el dominio de esta ideología- que McLuhan denominó “el aula sin muros”- ante la omnipresencia de este “pensamiento único” como se dice ahora, no deja de ser curioso que quienes nunca se quejan de la unilateralidad de su educación política sean los primeros en acusar de unilateralidad a cualquier desafío a esa educación. La educación hoy, -supuestamente democrática- atraviesa hoy una crisis profunda.

Como señala el historiador francés Duby (2005)

Una civilización que, como la nuestra, deja perecer sus órganos de educación está gravemente enferma. Es evidente que la enfermedad está allí. ¿El enfermo lo advierte? ¿Tiene la voluntad de curarse? Es preciso que cada uno tome conciencia de la gravedad de este mal, que cada uno admita que es anormal que los organismos encargados de transmitir el saber y las reglas de sociabilidad estén tan abandonados, tan desamparados. No resulta normal que la enseñanza se haya convertido en uno de los oficios más ingratos, no solo en Francia, sino en toda la sociedad occidental.

Nuestra sociedad, que honra la ambición descontrolada, recompensa la codicia, celebra el materialismo, tolera la corrupción, cultiva la superficialidad, desprecia el intelecto y adora el poder adquisitivo pretende luego dirigirse a los jóvenes para convencerlos de la fuerza del conocimiento, de las bondades de la cultura y de la supremacía del espíritu. Y los jóvenes entran en el juego. Pero advierten que, si realmente valoráramos a los maestros, les pagaríamos lo que pagamos a quien repara el televisor, a los corredores de bolsa o por qué no, a los diputados y senadores. No obstante, lo más preocupante no es eso, que también.

Lo más preocupante es que los estudiantes no saben que no saben. Esta “inconsciencia feliz”, indica que el sistema ni siquiera ha sido capaz de dar señales sobre la oposición entre verdadero y falso, cultura e incultura, conocimiento y desconocimiento, apatía y compromiso político. Esta desinformación va a generar, en una parte de las nuevas generaciones, una experiencia de fracaso por la contradicción entre altas expectativas y conocimientos insuficientes. Pero también puede tener repercusiones impensadas en la sociedad, por la presencia de un conjunto de jóvenes con demandas incongruentes con sus capacidades.

Roger (2001) se pregunta por el tipo de individuo que sale de las escuelas, “informado” porque se le ha dado “forma” y ofrece una serie de características:

1.                  Se trata de un individuo subdesarrollado intelectualmente. Sólo ha desarrollado o bien la capacidad “científica” o bien la capacidad “filosófica”. Si ha desarrollado la primera su racionalidad es solo instrumental. En caso de haber desarrollado la capacidad “filosófica” no tiene suelo sobre el que asentarla y se dedica a pensar bastante descontextualizado de la realidad. En resumidas cuentas, se trata de individuos con la mente escindida. Incomunicada. Por lo tanto, subdesarrollada. En el campo político, nos encontramos con individuos que aún piensan en términos de derechas o izquierdas; fascistas o comunistas; rojos o negros, etc. Sin duda alguna una enseñanza que como fundamento coloca la separación no capacita precisamente para la colaboración y la comprensión del otro.

2.                  Se enseña al alumno a buscar la eficacia técnica sin reparar en el contexto ni en los efectos perversos de las acciones. No se accede a la idea siguiente: es posible que contextualizando las acciones y observando de forma poliscópica el fenómeno se pueda actuar de forma más eficaz que uni-dimensionalizando acciones y situaciones. Es el triunfo del pensamiento único.

3.                  Uno no ve nada si no abre los ojos y si con los ojos abiertos no tiene unas coordenadas intelectuales de referencia que le sitúen en el mundo. La lectura e interpretación que hace el individuo es diferente partiendo de un modelo reductor que usando un modelo complejizador.

4.                  Luhmann viene a decir que pensamos con conceptos que no sirven para pensar la sociedad moderna porque se trata de conceptos pensados y anquilosados en épocas pasadas, esto es, en épocas de menor complejidad. Hay que repensar el concepto de sujeto, el concepto de acción, el concepto de democracia, etc. En definitiva, debemos capacitarnos para negociarcon la complejidad de lo real. Si no creamos nuevos conceptos no podemos pensar la actual realidad socio-política.

Democracia y escuela

Si repensamos el diagnóstico de Crouch (2004) respecto a la condición en la que se encuentran las democracias, se concluye que urge, necesariamente, un nuevo contrato social. Nuestra época, como antaño, es una muestra del cómo la voz de los sin voz se intenta silenciar, se intenta excluir de las páginas de la historia. La llamada Globalización es, sin lugar a dudas, el peligro más eminente porque trata de arrollar al hombre mismo e intenta convertirlo en una tuerca en y de su pomposo engranaje. Pero asimismo, es quizá un momento histórico propicio para escuchar los ecos de los sin voz, de los excluidos de la historia presente, pero sobre todo, del pasado. En esa dirección, esta época de modernidad profundizada a partir de engañosos disfraces democráticos, es una oportunidad para reconocer las voces de los sin voz, es decir, de aquellos hombres y mujeres que de una u otra forma emprendieron la difícil tarea de transformar el mundo, de cambiar el estado de cosas, pero que ciertos elementos de la dominación pretenden que enterremos para siempre en el lodo del fin de la historia.

En el aula se tendrían que generar las relaciones y el tipo de sociedad que desearíamos para la sociedad del futuro. Pero la democracia no puede, ni debe ser una entelequia para camuflar la ideología, sino una práctica diaria en la familia, en la escuela y en todas las instituciones que conforman la estructura de la sociedad, porque no basta la consolidación de la democracia en la escuela para asegurar la de la sociedad del futuro. No podrá darse una sociedad democrática sin la solución paralela de muchos problemas sociales y políticos que hoy, de momento, hacen imposible la democracia participativa, tanto en la escuela como fuera de ella. Porque vivimos en el mundo al revés, en el mundo en el que la sociedad produce una educación ineficiente, no significativa e inequitativa, en el mundo en el que la educación produce una sociedad improductiva, injusta y excluyente. Por eso estamos en el mundo del miedo: el miedo a pensar, el miedo a perder el trabajo y el miedo a no encontrar nunca trabajo. Se necesita con urgencia argumentar por qué es imposible construir una verdadera democracia escolar desde el viejo paradigma de la escuela jerárquica tradicional. Básicamente la cuestión es que el modelo está plagado de contradicciones entre lo que se adjetiva como democracia escolar y lo que realmente sucede en las escuelas:

a.      La escuela es una institución de reclutamiento forzoso que pretende educar para la libertad.

b.      La escuela es una institución jerárquica que dice educar en y para la democracia.

c.       La escuela es una institución que dice educar para los valores democráticos y para la vida, pero maneja herramientas simbólicas de poder e intimidación.

d.      La escuela es una institución epistemológicamente jerárquica que dice educar la creatividad, el espíritu crítico y el pensamiento divergente.

e.      La escuela es una institución sexista y racista que dice educar para la igualdad entre los sexos y las razas.

f.        La escuela es una institución supuestamente igualadora que mantiene mecanismos que favorecen el elitismo.

g.      La escuela es una institución cargada de imposiciones que dice educar para la participación.

h.      La escuela es una institución acrítica que pretende educar para la democracia crítica.

i.        La escuela es una institución aparentemente neutral que esconde una profunda disputa ideológica.

A tenor de esto, cabe preguntarse de nuevo, seriamente, si es factible construir una escuela verdaderamente democrática. Sin ninguna duda: sí, se puede. Pero, se trata de un desafío que debe encararse en muchos frentes: el institucional, el docente y el familiar. Algunas de las características fundamentales que este tipo de educación que anhelamos ha de tener son:

      Una reconstrucción del currículum en torno a valores democráticos, desde el punto de vista de la moral democrática.

      Una práctica dialógica y deliberativa de la evaluación.

      Una organización auténticamente democrática de la escuela.

      Una formación basada en valores

(libertad, igualdad, justicia, solidaridad, tolerancia, diálogo, honestidad, civismo) que son actuantes o vividos y no solo enunciados.

      Una formación cívica que priorice el principio de la ciudadanía por encima de la empleabilidad en términos de mercado.

      Una educación laica, abierta al debate, sin violentar la conciencia de los alumnos.

Para alcanzar esos objetivos resulta indispensable llevar a cabo una serie de estrategias institucionales encaminadas a cambiar la escuela:

      Crear entornos de ambientación para implicar a todos en la vida democrática de la escuela. Posibilitar la toma de decisiones de todos los participantes del centro.

      Aumentar la participación de padres y profesores en las decisiones colectivas.

      Actuar con autonomía de los centros de poder (pero no en el sentido neoliberal).

      Conformar grupos de clase como comunidades democráticas de investigación, reflexión y de trabajo cooperativo.

      Los educandos deben participar, activamente, en el ejercicio de la democracia directa, elaborando, evaluando y reformulando el Proyecto educativo que tenga cada escuela.

      Desarrollar una pedagogía de la ética, una pedagogía de la democracia fuerte.

      Reconstruir las relaciones de la escuela con la comunidad “extramuros”.

      Reforzar la formación inicial de los profesores.

La educación, en sentido amplio, es solo un aspecto más de la compleja dinámica cultural, económica y política de las sociedades. Y debe ser coherente, en la medida de lo posible, con la construcción de un mundo más horizontal, justo, liberador, tolerante, comprensivo, ecológico y armónico con los principios más dignos que la humanidad posee como especie supuestamente moral y civilizatoria que es. En este proceso, por lo tanto, están implicados todos los demás aspectos que configuran las relaciones contingentes e históricas de los seres humanos con el entorno cultural y natural tanto en la proximidad como en la lejanía, esto es: los actores que interactúan en el poder político, en la concepción de las finanzas y del tejido económico común, en la administración e impartición de justicia y en las creencias culturales propias de las familias y los diversos grupos humanos.Nos encontramos ante una gran tarea educativa: el enorme reto de enseñar a pensar, de desarrollar el pensamiento crítico y de cultivar la verdadera libertad intelectual, condiciones necesarias para que la libertad de expresión tenga sentido y aporte las herramientas y elementos mínimos para ayudar a construir colectivamente la transformación social. Y esto incumbe a directivos, profesores, padres de familia y medios de comunicación. Mientras alguno de estos actores -o todos ellos- se desentiendan de su responsabilidad o sean cómplices directos o indirectos de una hegemonía ideológica dominante que reproduce y perpetúa las condiciones de subalternidad no solo estudiantil, sino también de los expertos en educación, los administradores de las políticas públicas, los directivos de los centros escolares, los padres de familia y todos los implicados de una manera u otra en el sistema educativo- como los medios de comunicación y las redes sociales- entendido este como parte de la superestructura cultural, no se podrá hablar con propiedad de una comunidad educativa coherente con una naturaleza verdaderamente democrática de la vida social.Según Arteta (2009):

Hay que repetir que la democracia, más que un régimen determinado, es ante todo un ideal político. Ninguna democracia establecida coincide con lademocracia, es decir, con lo que demanda el proyecto democrático en materia de igualdad, de libertad, de transparencia, de participación cívica, de tolerancia, por ello no debemos pensar en la conquista de absolutos sino en una aproximación cabal y humanista hacia los mismos.

REFERENCIAS

Arteta, A. (2009). “Tópicos fatales. O las peligrosas perezas de la ciudadanía”. En Carracedo, J.; Rosales, J.; Toscano, M. (dirs). Democracia, ciudadanía y educación. Universidad Internacional de Andalucía: Akal, 23

 

Carr, N. (2010). Superficiales. ¿Qué está haciendo internet con nuestras mentes? Colombia: Taurus, 22-23

 

Crouch, C. (2004). Posdemocracia. México: Taurus, 12-14

 

Duby, G. (1993). “Una entrevista con George Duby”. París: Le Monde, 26 de enero. En Etchéverry, G. (2005). La tragedia educativa. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 201

 

Fernández, M. (1992). Poder y participación en el sistema educativo. Sobre las contradicciones del sistema escolar en un contexto democrático. Barcelona: Paidós, 62

 

Flaquer y Giner, en el prólogo de Tönnies, F. (1984). Comunidad y asociación. Barcelona, ediciones 62, 4

 

Fraser, N. (1996). Social Justice in the Age of IdentityPolitics: Redistribution, Recognition, and Participation. Utah: Stanford University, TannerHumanities Center, 43

 

Kent, R. (1985).  “Los variados senderos de una reforma académica”. En Cuadernos de Crítica UAP. México: Universidad Autónoma de Puebla, 34

 

López, N. (2005). Equidad educativa y desigualdad social. Desafíos a la educación en el nuevo escenario latinoamericano. Instituto Internacional de Planeamiento de la Educación. Buenos Aires: UNESCO, 91-92

 

Marx, C.; Engels, F. (1974). Obras escogidas. Tomo I, México: ediciones Quinto Sol, 113

 

Miliband, R. (1969). El estado en la sociedad capitalista. México: Siglo XXI, 40-41

 

Roger, E. (2001). “Los saberes de la educación el futuro”. En Luengo, E. (comp.). Educación, mundialización y democracia: un circuito crítico. México: UIA-ITESO-ULA-UVM, 21

 

Romano, V. (1993). La formación de la mentalidad sumisa. Madrid: ediciones Endymion, 3-8



[1] La Convención sobre los derechos del niño

de las Naciones Unidas (1989), en su Art. 12, establece la obligatoriedad de garantizarles el derecho de ser escuchados y a tener en cuenta sus opiniones siempre “en función de la edad y la madurez del niño”. La Ley General de niñas, niños y adolescentes (LGDNNA) para el contexto específico mexicano, prevé sobre la obligación, en el campo educativo, de presentar y garantizar los mecanismos para “la expresión y la participación” de

[2]                                                                               Para algunos autores, como el profesor de

Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Madrid, Carlos Taibo, Facebook es la gigantesca estafa óptica de la ebullición revolucionaria y la sociedad debe meditar si no somos víctimas ingenuas de muchas tecnologías aparentemente emancipadoras. O como dice John Zerzan, estampa del anarco-primitivismo, todas las tecnologías creadas por el capitalismo llevan la impronta de la jerarquía.

[3] Analizando el mundo subterráneo de la racionalidad burguesa que afecta a la educación y a los valores sistémicos, Marx y Engels, escribieron: “Dondequiera que ha conquistado el poder, la burguesía… ha ahogado el sagrado éxtasis del fervor religioso, el entusiasmo caballeresco y el sentimentalismo del pequeño burgués en las aguas heladas del cálculo egoísta. Ha hecho de la dignidad personal un simple valor de cambio”.